martes, 25 de octubre de 2011

Borrón

Y cuenta nueva :)

lunes, 24 de octubre de 2011




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La esperanza se muere con uno.




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viernes, 21 de octubre de 2011

Táctica y Estrategia.

(...)

mi táctica es

quedarme en tu recuerdo

no sé cómo ni sé

con qué pretexto

pero quedarme en vos



mi estrategia es

en cambio

más profunda y más

simple


mi estrategia es

que un día cualquiera

no sé cómo ni sé

con qué pretexto

por fin me necesites.






Mario Benedetti.

Poco a poco mi vida va retomando rumbo.

Lo bueno:

  • Mi mac esta de nuevo en mis manos.
  • Ya no lloro todas las noches antes de dormir.
  • Mis periodos al parecer se están regulando.
  • Estoy escribiendo esto desde mi escritorio, lo que quiere decir que PORFIN mi cuarto esta decente.
  • El dinero no sobra, pero no escasea.
  • Ya tengo mi primer trabajo como fotografa.
  • El dolor de espalda y cuello solo me ataca en las noches cuando estoy muy cansada o cuando llevo horas trabajando en la computadora. (Como ahorita)
  • Logré superar el impulso de autosabotearme y en lugar me ocupe en otra cosa, con otras personas, pasandolo mejor de lo que esperaba.
  • Cervantino en puerta (o en su defecto alguna fiesta de disfraces).
  • Los impulsos de llamarte, buscarte o siquiera stalquearte poco a poco desaparecen.

Lo malo:

  • Tengo que ponerme al corriente en las clases, faltar se me ha hecho muy fácil.
  • Tengo que leer, mucho, de cosas que me me cuesta trabajo entender.
  • Extraño coger -corrijo- extraño coger contigo, al punto que he pensado llamarte. (Pero no lo he hecho HIGHFIVE!)
  • Me haces falta, tanto como pareja hasta como mi asesor en trabajos.


Bueno, la ventaja de todo esto es que son más buenas que malas (:



sábado, 8 de octubre de 2011

LA MUERTE DE ISOLDA -Horacio Quiroga

(...)


Una noche fui allá dispuesto a romper, con visible malhumor, por lo mismo. Inés corrió a abrazarme, pero se detuvo, bruscamente pálida.
–¿Qué tienes? –me dijo.
–Nada –le respondí con sonrisa forzada, acariciándole la frente. Ella dejó hacer, sin prestar atención a mi mano y mirándome insistentemente. Al fin apartó los ojos contraídos y entramos en la sala. La madre vino, pero sintiendo cielo de tormenta, estuvo sólo un momento y desapareció.
Romper es palabra corta y fácil; pero comenzarlo...
Nos habíamos sentado y no hablábamos. Inés se inclinó, me apartó la mano de la cara y me clavó los ojos, dolorosos de angustioso examen.
–¡Es evidente!... –murmuró.
–¿Qué? –le pregunté fríamente.
La tranquilidad de mi mirada le hizo más daño que mi voz, y su rostro se demudó:
–¡Que ya no me quieres! –articuló en una desesperada y lenta oscilación de cabeza.
–Esta es la quincuagésima vez que dices lo mismo –respondí.
No podía darse respuesta más dura; pero yo tenía ya el comienzo.
Inés me miró un rato casi como a un extraño, y apartándome bruscamente la mano con el cigarro, su voz se rompió:
–¡Esteban!
–¿Qué? –torné a repetir.
Esta vez bastaba. Dejó lentamente mi mano y se reclinó atrás en el sofá, manteniendo fijo en la lámpara su rostro lívido. Pero un momento después su cara caía de costado bajo el brazo crispado al respaldo. Pasó un rato aún. La injusticia de mi actitud –no veía en ella más que injusticia– acrecentaba el profundo disgusto de mí mismo.
Por eso cuando oí, o más bien sentí, que las lágrimas brotaban al fin, me levanté con un violento chasquido de lengua.
–Yo creía que no íbamos a tener más escenas –le dije paseándome.
No me respondió, y agregué:
–Pero que sea ésta la última.
Sentí que las lágrimas se detenían, y bajo ellas me respondió un momento después:
–Como quieras.
Pero enseguida cayó sollozando sobre el sofá:
–¡Pero qué te he hecho! ¡Qué te he hecho!
–¡Nada! –le respondí–. Pero yo tampoco te he hecho nada a ti... Creo que estamos en el mismo caso ¡Estoy harto de estas cosas!
Mi voz era seguramente mucho más dura que mis palabras. Inés se
incorporó, y sosteniéndose en el brazo del sofá, repitió, helada:
–Como quieras.
Era una despedida. Yo iba a romper, y se me adelantaban. El amor propio, el vil amor propio tocado a vivo, me hizo responder.
–Perfectamente... Me voy. Que seas más feliz... otra vez.
No comprendió, y me miró con extrañeza. Yo había ya cometido la primera infamia: y como en esos casos, sentí el vértigo de enlodarme más aún.
–¡Es claro! –apoyé brutalmente–. Porque de mí no has tenido queja ¿no? ... ¿no?
Es decir: te hice el honor de ser tu amante, y debes estarme agradecida. Comprendió más mi sonrisa que mis palabras, y mientras yo salía a buscar mi sombrero en el corredor, su cuerpo y su alma entera se desplomaban en la sala.

Entonces, en ese instante en que crucé la galería, sentí intensamente lo que acababa de hacer. Aspiración de lujo, matrimonio encumbrado, todo me resaltó como una llaga en mi propia alma. Y yo, que me ofrecía en subasta a las mundanas feas con fortuna, que me ponía en venta, acababa de cometer el acto más ultrajante, con la mujer que nos ha querido demasiado... Flaqueza en el Monte de los Olivos, o momento vil en un hombre que no lo es, llevan al mismo fin: ansia de sacrificio, de reconquista más alta del propio valer.
Y luego, la inmensa sed de ternura, de borrar beso tras beso las lágrimas de la mujer adorada, cuya primera sonrisa tras la herida que le hemos causado, es la más bella luz que pueda inundar un corazón de hombre. ¡Y concluido! No me era posible ante mí mismo volver a tomar lo que acababa de ultrajar de ese modo: ya no era digno de ella, ni la merecía más.
Había enlodado en un segundo el amor más puro que hombre alguno haya sentido sobre sí, y acababa de perder con Inés la irreencontrable felicidad de poseer a quien nos ama entrañablemente. Desesperado, humillado, crucé por delante de la sala, y la vi echada sobre el sofá, sollozando el alma entera entre sus brazos.
¡Inés! ¡Perdida ya! Sentí más honda mi miseria ante su cuerpo, todo amor,
sacudido por los sollozos de su dicha muerta. Sin darme cuenta casi, me detuve.

–¡Inés! –dije.
Mi voz no era ya la de antes. Y ella debió notarlo bien, porque su alma sintió,
en aumento de sollozos, el desesperado llamado que le hacía mi amor –¡esa vez,
sí, inmenso amor!
–No, no... –me respondió–. ¡Es demasiado tarde!

(...)

Me levanté entonces, atravesé las butacas como un sonámbulo, y avancé por el pasillo aproximándome a ella sin verla, sin que me viera, como si durante diez años no hubiera yo sido un miserable...
Y como diez años atrás, sufrí la alucinación de que llevaba mi sombrero en la
mano e iba a pasar delante de ella.
Pasé, la puerta del palco estaba abierta, y me detuve enloquecido. Como diez años antes sobre el sofá, ella, Inés, tendida ahora en el diván del antepalco, sollozaba la pasión de Wagner y su felicidad deshecha.
¡Inés!... Sentí que el destino me colocaba en un momento decisivo.
¡Diez años!... ¿Pero habían pasado? ¡No, no Inés mía!
Y como entonces, al ver su cuerpo todo amor, sacudido por los sollozos, la
llamé:


–¡Inés!


Y como diez años antes, los sollozos redoblaron, y como entonces me respondió bajo sus brazos:

–No, no... ¡Es demasiado tarde!....

martes, 4 de octubre de 2011